martes, 12 de mayo de 2015

DEL ROMANTICISMO AL DECADENTISMO

Con los antecedentes del “Sturm und Drang” alemán , de algunas corrientes culturales que buscaban una estética del corazón afines a algunas ideas de Diderot, Rousseau y Kierkegaard, del gusto literario por la aventura, por lo exótico, por los misterios de la naturaleza, de una reacción necesaria contra las reglas del manido clasicismo y contra la esclavizante imitación religiosa, se extendía el movimiento romántico con su ansia especial por alcanzar lo infinito, lo ilimitado, con sólo el interior humano.

Así pues, el romanticismo significó una reivindicación de lo sensible “sin límites”, con la puesta en marcha del “ideal del yo” a pleno riesgo, constituyendo un tendencioso misticismo del engrandecido “amor-dolor” para que diera, para que fructificara, para que justificara al fin y al cabo un sentido a la vida; por consiguiente, pretendía un equilibrio no ya con el avance científico o con la racionalidad, no ya con el progreso mecanicista de la civilización al cual estaban sujetos los ilustrados, sino con la mismísima interiorización como "camino" descubridor o iluminador de las “raíces” y de las energías de un pueblo por librarse de sus servilismos: su política era más bien nacionalista, no universal; su modo de concebir la convivencia era más bien popular, de rebelarse contra lo injusto y de sacrificarse por un pueblo o nación, no tanto cosmopolita.
He ahí las dos claves del romanticismo: rebelión desde el "yo" y sacrificio –hasta el punto de conducir a la vanidad-.

Las primeras escuelas de formación romántica se crearon en Alemania, pero el concepto y esa visión de la cultura diferente se la debemos en gran parte a los hermanos Schlegel y a Novalis; mientras los primeros teorizaron sobre lo que debía ser la nueva sentimentalidad, por el contrario, Novalis, representó, practicó tal estética con su gran significado trascendente. Desde luego, para Novalis (“todo se hace romántico”) lo vulgar, lo nimio, lo aparente intestaban en el corazón intensificándolo de grandeza y de vida; porque todo era “importante”, partícipe, para él, porque cada cosa ocupa un sitio espiritual y, por esa ocupación absoluta -no prescindible-, contagia, determina y engrandece a los demás elementos que intervienen o “hacen vivir” a los sentimientos. Este poeta, así, exaltaba la magia de cada detalle por el cual la emoción sólo es posible, es decir, suma o produce o presenta una emotividad.
Luego, otro poeta, Hörderlin, lo madurará en su indescriptible y "heroizado" interior.

El romanticismo se propaga por Europa durante la primera mitad del siglo XIX. En Inglaterra destacó Shelley –excéntrico y libertario que no oponía la intención de los sueños a la realidad-, lord Byron –exuberante y “hombre fatal” para sí mismo- y Keats –detallista y sugestionado por el mito-. En Francia destacó Chateaubriand –religioso, moralista y revelador del arte gótico-, Musset –determinista y ajeno a cualquier tipo de compromiso- y Hugo –moralista social, “metafísico” y visionario de la historia-. En España, por entonces, se iniciaba el romanticismo con un vacío filosófico y una evidente carencia de referencias europeas en la medida de que persistía aún una sociedad aislada debido a la monarquía absoluta y, además, con bastantes estereotipos tradicionalistas o conservadores ; por ello, llegó un romanticismo ya postergado y... utilizado en un sentido liberador o propagador de las ideas externas. Esta literatura de liberalismo la ejerció Larra, Espronceda y Bécquer – ya de una forma más intimista- (*).

A finales del siglo XIX el romanticismo entró en crisis en cuanto a que la cultura hasta el momento había estado muy presionada por moralismos religiosos –puesto que el romanticismo rescató y fortaleció la religión-, había estado limitada en sus ideales de belleza, había estado fastidiada con sus únicas referencias naturalistas –puesto que la naturaleza se consideró el único modelo de perfección- y, también, además, el positivismo burgués empachó decididamente, enfadó en el sentido de que todo lo dispusiera la burguesía a su antojo.
En efecto, el decadentismo o “el rechazo del gusto alineado” se maximiza como una corriente literaria que recorre toda Europa, sobre todo Francia. Aquí es lo oculto, lo morboso y la pedantería –la burla- lo característico: la desacralización de la religión a favor de las ciencias ocultas, lo visionario o el iluminismo, el desprecio por el humanismo y por las formas políticas sean las que fueran, la ridiculización de los modelos únicos de cultura, la perfidia e incluso el elogio maniqueísta de la derrota.

La mundanidad y el dandismo de Baudelaire supuso, de veras, el disparo de salida para esta corriente literaria gracias a la publicación de “Las flores del mal” (1857); sin prescindir, claro, de la difusión de la novela “Al revés” de Huysmans (1884) donde el protagonista se aísla del mundo mediocre como odio, rebeldía o renuncia para vivir sólo con sus sueños. Sin embargo, en Baudelaire la recurrida elegancia de la derrota no era el sentirse humillado ni el sentirse marginado o automarginado, sino el asumir directamente la derrota como un acto de valentía y el despreciar la estupidez de la supuesta grandeza que se atribuyen ciertos inútiles por dominar, o por “mediocrizar” con sus obras mediocres, a los demás; o el haber comprobado que un “alma grande”, como la de Poe, es pisoteada o destruida pero…no humillada o “humillable” por los que utilizan el éxito o la presión comercial como máscara de su verdadera locura o miseria.
En Italia será D’Annuzio y la publicación de su novela “El placer” (1889) lo que represente un decadentismo ahora obsesionado por lo mítico o por un héroe libertador o “salvapatrias”. En Inglaterra será Wilde y Swinburne. En España Valle-Inclán – con su estilo de “esperpentos”-. En Alemania Rilke y Hofmannsthal.

En definitiva, el decadentismo –ninguneado inmerecidamente por algunos críticos- demostró, de hecho, la ruptura de una cultura uniforme -pues, hasta ahí el mundo tendía constantemente a seguir una sola línea o moda-, en pos de una multiforme, en la digresión, que suscriba cualquier insatisfacción, cualquier sentimiento personal o crítica a lo que un oficialismo - o “grupos oficiales” que se reparten ellos mismos los méritos o premios- imponga. Después de este ánimo revulsivo fueron posibles y continuaron multitud de maneras válidas de hacer cultura: modernismo, simbolismo, futurismo, dadaísmo, etc.


(*) El principal problema de un país no es el pueblo, sino la intervención de unos intelectuales reaccionarios que le impiden una cultura más libre; ésos, en ese contexto, "institualizan" a menudo una mediocridad o seudo-calidad o vacuidad para todos.

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